Ser mujer, y trans, en Pakistán: crítica de «Joyland»
Hoy se estrena Joyland, la primera película de Pakistán que entra en la shortlist del Oscar internacional, ¡y eso que su país trató de vetar su proyección! Finalmente no fue nominada, pero sí opta al Spirit en la misma categoría. Además, ganó dos galardones en Cannes, donde fue presentada: el Premio del Jurado de la sección Un Certain Regard y la Queer Palm destinada a la mejor obra LGTBIQ del certamen. En el sentido social, la cinta es (quizá inevitablemente) irregular, no pareciendo decidir qué quiere contar o denunciar exactamente, pero, tratándose de un país tan hostil para nuestro colectivo, solo cabe celebrar su valentía y aprovecharla para avivar debates harto necesarios tanto allí como aquí. A continuación, os dejo con las palabras que mi compañero Alberto Tovar ha dedicado a la película para este espacio:
Encaminar nuestra mirada a otras latitudes con la comodidad de viajar en el horizonte occidental se está convirtiendo en un ejercicio recurrente dentro del cine contemporáneo. Cineastas, que instaurados en Estados Unidos o Europa, vuelven a su tierra de origen, bien en Asia, o en África, y nos dibujan relatos que, encuadrados por la cámara y el discurso que nos tiene familiarizados, nos impregnan de la verdad de sus raíces y sacuden los cimientos de sociedades anquilosadas y absolutamente ajenas al continuo cambio planetario. En esta línea, han destacado, en esta temporada, las propuestas cannois Holy Spider y Conspiración en el Cairo, pero sobre todo Joyland, propuesta sobre la que versa esta breve reflexión.
En ella, viajamos a Pakistán con el abrazo del gigante norteamericano, y lo hacemos de la mano de la ópera prima de Saim Sadiq. Mirada crítica al heteropatriarcado de una sociedad convencida y dirigida por sus condicionamientos religiosos. Viaje realizado a través de la no normatividad de su personaje principal en la búsqueda de su identidad, la rebeldía de una chica trans por reafirmarse y defenderse a sí misma, y la desoladora historia del aplastamiento de una mujer luminosa y libre por esa sociedad machista. Tres vértices de un camino común: dar voz a la continua marginación de aquellas realidades que se salen de las fronteras de tan estrechas construcciones sociales.
Ese dibujo cuadrado, y admirablemente compuesto por Joe Saade, nos perfila luz entre el caos, entre el semblante serio y gris de una sociedad apagada. Porque a pesar del drama que persigue al protagonista, condenado a ser el hombre de la casa, con todo lo que ello implica, desde el trabajo hasta la vida emocional; la realidad del acoso y cosificación hacia la mujer trans (liberadora de la carga del protagonista); hasta el desolador escape de su esposa por oposición a su papel de mujer madre, todo ilumina líneas de esperanza, que se advierten en la composición cromática y lumínica, pero también en el propio proceso de liberación que experimentan los personajes, que algún que otro momento acarician la felicidad de su autenticidad y se rebelan contra lo que los oprime.
Joyland, con cierta falta de enfoque y algunos defectos de definición, hay que admirarla por lo que supone en la relación entre cine y sociedad. Es una película admirablemente libre, que da voz con sorprendente vuelo a una realidad entre enclaustrada e ignorada dentro de la esfera LGTBIQ y feminista de una sociedad como Pakistán. Plantea un acercamiento honesto, y salpicado de una amarga verdad: nuestros semejantes encuentran lazos de opresión al otro lado del mundo. Una mirada que cataliza la necesaria reivindicación de un cine libre de complejos y destinado, en su pequeña parcela, a visibilizar, y por qué no, cambiar el mundo. Mundo que empieza y termina en el surcar de la inmensidad de los mares, agridulce metáfora que encierra toda una película, y la belleza de un plano devastador, de un protagonista despierto ante la orilla salada, y la espalda de una realidad por cambiar.