Humo
I
Sobre las puertas del infierno, Dante colocó, en su Divina Comedia, la siguiente inscripción: Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate. Abandonad toda esperanza, los que por aquí entráis. Sobre las puertas del infierno construido por el ser humano no se leía nada parecido: allí la inscripción era mucho menos dura, pero también mucho menos honesta, pues al parecer en este caso los verdugos no se conformaban con ser sólo verdugos; algo en ellos les pedía, además, burlarse de sus víctimas con un cruel sarcasmo. Allí, sobre la puerta enrejada de Auschwitz, quien entraba al infierno podía leer: Arbeit macht frei. El trabajo os hará libres.
El camino que conducía a la puerta de Auschwitz no estaba pavimentado –a diferencia de lo que ocurría en otros campos de exterminio cercanos, como el de Plaszów (el que aparece en la película La lista de Schindler)– con lápidas centenarias arrancadas de los cementerios judíos. Según el historiador británico Ian Kershaw, “El camino que llevó a Auschwitz se construyó con el odio, pero se pavimentó con la indiferencia”: con la indiferencia de la gran mayoría hacia el destino que pudiera aguardar a una minoría.
Y es que el camino que llevó a Auschwitz y a los demás campos de exterminio se había iniciado años atrás en el terreno del discurso político: un discurso, el de los nazis, que, por cierto, nunca habló abiertamente de exterminar a los judíos; en lugar de eso, se esforzó por ir inoculando poco a poco a la sociedad su virulento odio hacia ellos. Poco a poco se fue señalando a los judíos como una amenaza para la raza aria y para el pueblo alemán; una amenaza, se añadía, particularmente insidiosa para la juventud, para esa juventud que era el futuro de Alemania. Era necesario impedir, por cualquier medio, que los judíos siguieran contaminando a la juventud aria alemana con su “carácter degenerado”, había que proteger a los niños y jóvenes de la propaganda judía que intentaba pervertir y confundir sus mentes aún en pleno desarrollo. En mayo de 1933, pocos meses después de que Hitler llegara (por la vía constitucional de la República democrática) a la Cancillería, los nazis decidieron asestar un golpe espectacular a dicha “propaganda”: decenas de millares de libros escritos por judíos y otros “traidores y degenerados” (incluyendo homosexuales como Marcel Proust) fueron quemados públicamente en las principales ciudades del Reich por estudiantes universitarios vestidos con el uniforme pardo de las SA. En Berlín la quema de libros tuvo lugar en la elegante plaza donde se encuentra la Universidad Humboldt; en ese mismo lugar, una placa en el suelo recuerda hoy la profecía que el poeta alemán y judío Heinrich Heine hiciera a principios del siglo XIX: Dort, wo man Bücher verbrennt, verbrennt man am Ende auch Menschen. Donde se queman libros, al final se acaba quemando también seres humanos.
Pero en 1933 la inmensa mayoría de la gente, judíos incluidos, estaba muy lejos de reconocer, en el humo de aquellos libros de “propaganda degenerada”, el presagio del que habían de expulsar no muchos años más tarde las chimeneas de los hornos crematorios de Auschwitz y los demás campos de exterminio. Desde Berlín, Betty Scholem, judía y madre del historiador y filósofo Gershom Scholem, escribía a su hijo, que residía en Palestina desde hacía diez años, que en realidad eran los socialdemócratas, y no los judíos, quienes tenían más motivos para estar preocupados por la llegada al gobierno de los nazis, y se quejaba además de que el 99% de lo que se publicaba sobre Alemania en la prensa extranjera no era más que propaganda basada en cuentos de terror y en mentiras. Según el historiador Amos Elon, “Una exagerada fe en la Kultur [la avanzada civilización alemana] bloqueó la conciencia del peligro y produjo un sentido de la realidad altamente selectivo” incluso entre muchos de los judíos más brillantes de la época. La ceguera más o menos voluntaria y la inacción de muchos judíos correspondía, pues, a la misma ceguera y a la indiferencia generalizadas de la opinión pública mayoritaria alemana y europea. El camino hacia los campos, construido por el odio, se iba pavimentando.
Sin embargo, las medidas tomadas por el gobierno de Hitler para dar cobertura legal a su persecución de los judíos podían parecer, en los primeros años, relativamente moderadas, por lo menos si se las comparaba con lo virulento del discurso antisemita en que dichas medidas hallaban su justificación: había que ir acostumbrando a la opinión pública a las nuevas realidades, procurando no escandalizar demasiado, en los primeros momentos, a los espíritus sensibles y moderados de Alemania y el extranjero. En abril de 1933 se aprobó una ley que excluía a los judíos de la función pública (administración, enseñanza, judicatura, etc.), y poco después se les expulsó también por ley de determinadas profesiones liberales como la abogacía o la medicina. Se hicieron, sin embargo, una serie de excepciones, en las que encontró amparo legal un gran número de judíos; en 1934 dichas excepciones fueron eliminadas, y el amparo suprimido. Hasta mayo de 1935, con todo, no se prohibió a los judíos ingresar en la Wehrmacht, el ejército.
Poco a poco se había ido acostumbrando a la sociedad a aceptar que los judíos fuesen tratados por el Estado como una especie de ciudadanos de segunda clase. En setiembre de 1935 se dio un nuevo e importante paso: las leyes de Núremberg, además de prohibir los matrimonios entre “alemanes” y judíos, introdujeron y oficializaron la distinción entre Reichsbürger (ciudadanos del Reich) y Staatsangehöriger (miembros del Estado), dejando claro que sólo los primeros podían disfrutar de plenos derechos civiles. Los segundos eran los judíos, que quedaban, mediante esta distinción terminológica y legal, desposeídos de la ciudadanía alemana y de los derechos que ésta comportaba. La pensadora alemana y judía Hannah Arendt subrayó, en su libro Los orígenes del totalitarismo, que privar a los judíos de la ciudadanía era el paso que se requería para poder despojarlos más adelante de su humanidad misma –y con ella, de sus derechos humanos más básicos–. Así pues, a finales del verano de 1935 el camino que habría de llevar hasta Auschwitz había quedado finalmente libre de obstáculos legales.
II
Cuando, hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, los horrores de Auschwitz y los demás campos quedaron al descubierto ante el mundo, el shock fue considerable. Mucha gente, incluso en los mismos países aliados contra Hitler, se había negado hasta ese momento a creer que tales monstruosidades pudieran tener lugar en un país europeo y civilizado como Alemania, a mediados del siglo XX: “Eso no son más que mentiras y exageraciones de los propagandistas judíos”, decían –algunos, ciegos vocacionales o manipuladores abyectos, han seguido diciéndolo hasta nuestros días–. La evidencia, sin embargo, estaba allí, la insoportable realidad estaba allí.
La Europa de los años 30 y primeros 40, arrastrada por un vendaval de demencia y de odio sin sentido, había quedado devastada, sepultada bajo incontables toneladas de escombros y de cadáveres. Sobre sus ruinas se quiso levantar una nueva Europa que no se pareciese ni remotamente, y que no pudiera volver a parecerse jamás, a aquella Europa de pesadilla. Una Europa construida sobre cimentos sólidamente democráticos y liberales: nuestra Europa, la Unión Europea, la Europa en la que vivimos… O en la que creíamos vivir, hasta que hace poco tuvimos que contemplar con sorpresa y estupor cómo de nuevo el gobierno de un país europeo (miembro además de la UE) se empeñaba en difundir un discurso de odio hacia una minoría, la de las personas homosexuales, marcando a sus miembros ante la sociedad como “pederastas asquerosos” e identificando sus “comportamientos” con “manifestaciones de depravación”; una depravación de la cual, se añade, “es preciso proteger a niños y jóvenes”. Este discurso homófobo es el fundamento ideológico de la ley que prepara actualmente dicho gobierno para defender a los miembros más jóvenes –y por ello, más vulnerables– de la sociedad de “los contenidos que amenazan su normal desarrollo psíquico y moral”, entre los cuales el texto del proyecto de ley cita expresamente “la propaganda de la homosexualidad”. Eso sí, para perseguir a los profesores homosexuales, se aclara, éstos tendrán antes que haber sido acusados de hacer “propaganda homosexual”; un concepto, obviamente, lo bastante amplio para que en él pueda incluirse sin grandes problemas la afirmación –o hasta la mera insinuación– de que, contrariamente a la ideología que pretende imponer el gobierno, la homosexualidad no es ninguna depravación, ni constituye amenaza alguna para la sociedad.
Que se haga objeto a la minoría homosexual de un discurso de odio y una actuación persecutoria por parte del Estado no es, por supuesto, nada nuevo; el mismo régimen hitleriano consideró también a los homosexuales como seres degenerados y depravados de los que había que proteger a la sociedad y, en particular, a la sana juventud aria alemana, y por ello encarceló a decenas de millares de homosexuales e internó a algunos miles en sus campos de exterminio, de donde relativamente pocos lograron salir con vida. Pero los avances conseguidos por la lucha por los derechos LGTB en los países occidentales en las últimas décadas habían provocado que llegásemos a creer que el regreso del odio oficial abierto y sin tapujos y de la persecución legalizada era tan improbable en nuestro caso como en el de la minoría judía de Europa. Y sin embargo…
El país donde se vive en nuestros días este alucinante retorno al pasado es precisamente Polonia, el país donde los nazis construyeron Auschwitz y otros muchos campos similares. ¿Es que no han aprendido nada los polacos de las lecciones de la historia? ¿No hemos aprendido nada el resto de los europeos? Si dejamos que de nuevo se construya en Polonia, en nuestra nueva Europa, un camino basado en el odio hacia una minoría y pavimentado con la indiferencia de la mayoría, ¿hacia dónde nos conducirá dicho camino? Quizá no hacia nuevas cámaras de gas para “depravados” homosexuales; ciertamente hoy eso no parece demasiado probable… aunque tampoco a mediados de los años 30 parecía probable que un día existiese un Auschwitz. En todo caso, no hace falta que sea probable que la historia se repita literalmente y a corto plazo para que cualquier persona razonable y demócrata tema las consecuencias de lo que está sucediendo hoy en Polonia, y de lo que puede suceder mañana. Lo prudente y democrático es no permitir que el odio y la indiferencia sigan con su trabajo.
Después de las durísimas lecciones que hemos recibido de la historia del siglo pasado, sería tan insensato como cobarde que los europeos de hoy –homosexuales o no– nos limitásemos a asistir pasivamente al vergonzoso espectáculo de un gobierno de la UE que vuelve a poner en marcha la vieja e infame dinámica de la estigmatización de una minoría, marcándola ante la sociedad como una grave amenaza –sobre todo para los más jóvenes e indefensos– y preparándose para promulgar leyes que den cobertura legal a sus prejuicios sin fundamento racional y amenacen la plenitud de derechos civiles de los miembros de la minoría perseguida. El discurso y los proyectos del gobierno polaco respecto de la minoría homosexual son, sencillamente, inaceptables, incompatibles con la Europa democrática de nuestro tiempo. Si los europeos no somos capaces de dejar eso meridianamente claro, y más pronto que tarde, correremos el riesgo de ver cómo aquellos valores democráticos y liberales que creíamos que eran los sólidos cimientos en los que se basaba nuestra nueva Europa se convierten poco a poco, ante nuestros propios ojos, en humo… y nada más que humo. Sobrarán entonces los motivos para temer que el futuro que nos aguarde será tan oscuro e irrespirable como ese mismo humo metafórico; o como aquel otro humo del pasado –un humo real, a pesar de estar hecho de palabras y de ideas– de los millares de libros quemados en las plazas, premonición del que había de salir, años después, de las chimeneas del infierno que para el ser humano construyó el ser humano.
Nemo
Esta carta, publicada el 28 de junio de 2007, es la tercera de las que venimos recuperando del archivo antiguo de dosmanzanas. Ahí podéis leer los comentarios que entonces dejaron nuestros lectores y el propio Nemo.
Cuando se publicó originalmente la carta, el entonces Gobierno polaco utilizaba la homofobia como una de sus principales armas políticas. Afortunadamente, meses después, el partido ultraconservador que lo sustentaba (Ley y Justicia, el partido de los gemelos Kaczinski) perdió las elecciones legislativas (aunque manteniendo más del 30% de los votos) frente a la Plataforma Cívica, partido de derecha moderada, y la tensión sobre la población homosexual polaca se alivió un poco.
Sin embargo, leyes parecidas a las que se citan en el artículo han sido aprobadas recientemente en un país vecino de Polonia, Lituania, sin que por el momento la Unión Europea haya dicho ni «mu»:
Ley homófoba en Lituania
Vamos, que esta carta sigue teniendo plena vigencia…
Joer, lo siento Flick he votado en negativo cuando mi intención era la contraria. Estoy empanáo, sorry. Y sobre el tema en cuestión, no hay que dejar avanzar ese humo, porque lo acabará intoxicando todo y su ponzoña se extenderá sobre la gente que «anestesiada» comenzará a ver «normal» cosas que no lo son, como que nos quiten derechos, etc.
No pasa ná!
La casualidad ha querido que esta carta de 2007 vuelva a publicarse justo cuando yo me encuentro de viaje en Polonia (ahora mismo escribo desde Varsovia) y muy pocos dias despues de haber visitado por primera vez ese lugar escalofriante y horrible que es Auschwitz. Como bien dice Flick, las cosas en Polonia han mejorado ultimamente (por el momento), pero aqui al lado, en Lituania (un pais no solo vecino de Polonia, sino estrechamente ligado a esta por la historia, y tan fervientemente catolico como ella), la homofobia acaba de dar un paso de la mayor trascendencia. De modo que si, la carta sigue muy, pero muy vigente. Por desgracia.
Una carta excelente.