André Gide, maestro
Muy nombrado, pero quizá no muy leído (aunque hace poco se publicó un corto relato suyo inédito, “Ferdinand”) la verdad es que la obra de André Gide (1869-1951) fue siempre un tanto incalificable, hecha de libros en general cortos, que fueron desde el simbolismo -su hermoso “Los alimentos terrenales”- hasta la primera crítica seria al estalinismo (“El retorno de la URSS”) que le valió en 1936 la inquina de los entonces potentes partidos comunistas.
Hoy no sabemos el valor que tuvo la palabra “intelectual” (devaluada como casi todo en el mundo actual, bóvido absoluto) pero en el periodo de entreguerras y aún después los intelectuales europeos, generalmente de izquierdas, tuvieron un altísimo papel como referente del gran público y aún de los gobiernos. Gide (en los años 20 y 30 del pasado siglo) fue uno de esos grandes intelectuales europeos y el primero en declararse públicamente homosexual –el término “gay” aún no existía- y defender así su precaria libertad y sus derechos. Siendo importante su labor literaria, un homosexual nunca debiera, además, olvidar a Gide. Mientras vivió pesos pesados de nuestras letras como Luis Cernuda o Juan Gil-Albert lo admiraron (Cernuda quizá más al personaje notorio que a su obra misma) y le estuvieron agradecidos. Y es que Gide fue el primer homosexual notorio que no usó tapujos o falsas componendas de moralina para los más (como nuestro Álvaro Retana), sino que tras pensarlo mucho, y no sin creerse que el mundo se le vendría encima, publicó su “Corydon” (el primer tratado moderno sobre la homosexualidad en 1921, aunque escrito más de diez años antes) y poco después un tomo autobiográfico –y uno de sus libros mejores- “Si la semilla no muere…” donde deja claro, sin disimulos ni excusas, que llanamente le gustan los chicos jóvenes y que con eso no hace daño a nadie. Naturalmente los regímenes autoritarios (y cómo no la Iglesia católica entre ellos) condenaron y prohibieron a Gide, que siguió a lo suyo, sabiendo cuál era su camino liberador. Su famoso lema: “Familias, os odio” fue una de aquellas fórmulas liberadoras en un mundo que tendía a cerrado y gris.
Cuando en 1947 (ya mayor, pero aún lúcido) le otorgaron el Premio Nobel de Literatura, Gide no fue el primer homosexual en obtenerlo (en 1922 lo tuvo nuestro Benavente, cuya siempre sospechada y cacareada homosexualidad, nunca se declaró abiertamente) por lo que nadie puede quitar a André Gide el honor de haber sido públicamente el primer Nobel homosexual. Su nombre está, pues, ligado a tantos avances y a tanto reconocimiento de dignidad y orgullo en nuestra condición que es de ley no olvidarlo. A la figura intelectual y a la persona de Gide les debemos muchísimo. Entre otras cosas hizo ver que un homosexual no sólo podía ser un maldito (como Wilde o Lorrain), no sólo un juguetón consentido por la derecha (Cocteau) sino un ser pensante y libre, a igual título que el resto. Ingenioso como era, poco antes de morir, Gide redactó un telegrama para su enemigo el novelista católico François Mauriac, con orden de que sólo se le enviase días después de su fallecimiento, en él estaba escrito: “Peca, querido. El Infierno no existe. Firmado: Gide.” ¡Habría que ver la enjuta cara de Mauriac, con el susto!
(El relato “Ferdinand” está publicado en español por la editorial barcelonesa –muy sensible a la temática gay- Cabaret Voltaire y el resto de su obra, especialmente “Los alimentos terrenales” y “Si la semilla no muere…” han sido editados numerosas veces tanto en España como en Hispanoamérica. No es nada difícil hacerse con ellos.)
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He de reconocer mi absoluta ignorancia en materia literaria, pero me veo muy identificado con las posiciones de Gide. Su telegrama a Mauriac me parece absolutamente genial. Hago firme propósito de leer «Corydon» algún día.
No se descubren nuevas tierras sin perder de vista la costa.