Manifiesto del postravestismo
A esta hora de esta larga noche tóxica que no acaba, mi cuerpo quiere reverberar y transmitiros un haz de pensamientos que lo asedian, ora desde los pasillos lóbregos del macropoder, ora desde la sordidez lacrimógena de los perros guardianes. Lo asedian, también, la increíble adhesión que tienen todos los discursos de la exclusión y la soberbia de la normalidad, y aun la vergüenza de los chilenitos plebeyos que querrían ser patricios.
Chile se construye desde el ideal misógino y ario de los faldeos precordilleranos del Gran Santiago, desde las urbanizaciones fastuosas de la cota mil, porque para someter a los rotitos hay que tener aire libre de esmog. Chile se reconstruye desde la exclusión, desde la farándula en la televisión y los diarios, desde Chicago —y desde Washington—, desde los paraísos fiscales gracias a los que las transnacionales se ahorran tributar. Un terremoto no nos golpea en nuestro orgullo bicentenario —dicen— porque es una oportunidad para los negocios. El mundial de fútbol —en el que solo tienen permitido jugar los biohombres más representativos del género masculino— y el rescate de un grupo de mineros —que jamás se habrían quedado atrapados en un país decente— nos llena de júbilo cuando conmemoramos doscientos años desde que en Santiago del Nuevo Extremo una pandilla de aristócratas se reunió a deliberar acerca del mejor modo de velar por la soberanía del cautivo rey de España. Celebramos, engañadas por los mitos fundacionales del Estado nacional, este año tan «especial» para machos bien machos y hembras bien hembras.
Chile se festeja y se sonríe mientras un grupo de más de treinta presos políticos mapuche llevaba adelante una huelga de hambre para protestar en contra de las violaciones a sus derechos humanos por parte del Estado. Qué importan las mapuche si Chile es un país ilustrado y eurodescendiente. El que tiene un apellido mapuche, o resiste con estoicismo la hipocresía del mestizo aclarado, o bien se transforma en un hipócrita más (y se lo cambia, como un diputado por ahí de ultraderecha). El que no tiene apellido mapuche da testimonio, en su negrura, de un pasado de abuso y cosificación de la vulva precolombina. Ahora que los blancos sienten asco por las mapuche, ya no las violan: prefieren votar por los políticos que ordenan hostigar a sus comunidades y torturar a sus niñas. Los semimapuche aclarados, si no aplauden, babean con la silicona bicentenaria de las telegolfas de tez blanca.
Este país heterosexual y cristiano, compuesto de varones y mujeres y nada más porque así lo dice el Instituto Nacional de Estadísticas, hace la misma crónica en las noticias en cada jornada de elecciones porque hay mujeres votando en el local de varones. De vez en cuando hace idénticos reportajes periodísticos de dos horas, con exhaustivas investigaciones sobre las adolescentes que beben cerveza en las plazas y tienen exóticas conductas homosexuales tan chocantes como besarse o tocarse el pelo. El público recibe ávido tales datos: quiere saber cómo se visten, cómo hablan, cómo caminan y cómo mean estos seres tan raros que son nombrados con todo tipo de palabras como gay, lesbiana, travesti, transgénero.
Mi cuerpo habla desde su postontología mapulésbica, entonces, que no requiere más prueba de verdad que ser enunciada: es performativa, y se basta con la palabra. Dado que mi realidad es lo que me dé la gana (recordemos que éste es un país blanco porque a los mestizos les da la gana ser blancos), ahora mismo me da la gana ser una mujer trans (transexual y transracial), mapuche y lesbiana. Soy, además, negra, porque me da la gana ser negra. Ya lo he dicho antes en otro lugar: no tengo la culpa de vuestro daltonismo comtiano. Fluye en mí la savia del pehuén, mi árbol sagrado, y la prefiero mil veces antes que el merengue de la torta rancia del bicentenario. Son estéticas que ennegrecen lo caucáusico y le cantan amor a esta América morena.
Es por eso que he hecho algo tan sencillo como cambiar el morfema de género de mi nombre masculino y mapuchizar mi apellido europeo. Así, ayudada por Facebook, he devenido en lo disidente y lo abyecto. Al mismo tiempo, mi cuerpo sigue vistiéndose con prendas exogenéricas («de hombre» me dicen los letreros heterosexuales de las tiendas que, llenas de glamor, me ofrecen todo el crédito que quiera para aclararme la piel con trapos procesados por esclavas coreanas). He decidido ser mujer sin polleras, maquillaje, ni tratamientos hormonales: soy una postravesti. Mi enunciado me basta: es mi grito araucano, mi reivindicación de lo inclasificable, mi apología de la ambigüedad. Reniego del sexo «masculino» que me impone el Servicio de Registro Civil e Identificación, y no veo por qué el Estado deba tener un registro de los genitales de las ciudadanas.
Mi cuerpo postravestido se asquea a diario cuando pasa en micro frente a La Moneda y la cutrada de «bandera del bicentenario» de doscientos kilos que han puesto enfrente. Se deprime ahí mismo, al ver ese peladero aburrido y penoso que han venido en llamar «plaza de la ciudadanía» (aunque hay que reconocer que la analogía calza perfectamente). Sacaron la «llama de la libertad» (que conmemoraba el día en que el caballero de los diecisiete años nos «liberó» del «cáncer marxista») porque se suponía «dolorosa» para los caídos en dictadura y sus familias, pero poco se habla de los caídos en esta dizque democracia, ni de cómo la Concerta y la ultraderecha continuaron (continúan) regalando este país mestizo y negro a los accionistas blancos con domicilio legal en las Islas Caimán. Felizmente pinochetistas y heterosexuales, todos nuestros generosos productores de operadores deónticos de macropoder lacrimógeno estudiaron en colegios privados de Las Condes y manejan al menos tres idiomas (europeos, claro, porque aquí las indiecitas con suerte balbuceamos). El asco que siento por estos tecnócratas y corruptos me mueve a la manifestación, a esta hora de esta larga noche tóxica que no acaba.
Mi cuerpo añora el día en que por fin seamos todas iguales, de iuris y de facto, y con ello libres: que todos los cuerpos dancen porque se abolieron las normas que los sometían a ser hombres o mujeres, heterosexuales u homosexuales, civilizadas o indígenas. Suprimidos de la cultura todos los reglamentos que nos obligan a la clasificación y la segregación binaria, podremos andar libres por los caminos que más nos entusiasmen, sin la carga de estar permanentemente proyectando la femineidad o virilidad. Emancipadas del apremio terrible que supone ser hombre o mujer para las cámaras, seremos todas postravestis mapuche, negras, blancas, mestizas, felices. Todas las identidades serán facultativas y, subsidiariamente, herramientas de economía del lenguaje. Derrotada la heteronorma —y superado el prejuicio positivista que la sustenta—, seremos eternamente inclasificables, tan solo personas.
Rafaela Nuñileo