Madre amadísima. La novela
Primero fue la obra de teatro, luego vino la película, de la que ya les hablamos hace tiempo, y ahora llega la novela: Madre amadísima, de Santiago Escalante. Y si el lector cree que habiendo visto la obra de teatro o la película queda ya exento de acercarse a este libro, se engaña. No puede uno nada más que emocionarse al ver la dedicatoria que pese a todo, resulta siendo valiente y casi extraña todavía: “A Ramón Rivero, hermano, amigo y marido desde que la ley nos dejó”. Ramón Rivero, al que mandamos un cariñoso saludo, fue el protagonista (en el cine y el teatro), de la historia: Alfredito, el mariquita del pueblo. Y es el marido de Santiago Escalante y un actor excepcional. Solo a él se puede echar en falta en la novela, pero ni siquiera, porque aparece como personaje.
El mariquita oficial del pueblo narra a la virgen su vida como tal. Los malos tratos que su madre y él recibieron del padre (una mala bestia muy reconocible, demasiado reconocible), los primeros insultos, el amor, ese amor con el chico guapo y machote, de esos que nunca se atreverán a manifestar públicamente que les gustan los hombres y acabarán casados con una mujer y cargaditos de hijos vagando de sauna en sauna y de polígono en polígono. Luego el servicio militar (de nuevo tan reconocible todo: muchos maricas que hicimos la mili fuimos los que nos comportamos como verdaderos hombres en aquel lodazal en el que los más machotes se derrumbaban: el sentido del humor nos salvó). Finalmente, la muerte de Franco, los amigos, las salidas nocturnas, las drogas… Una historia que nos suena, un personaje entrañable que hacemos nuestro enseguida. El mariquita de pueblo insultado y oprimido por tres instituciones: la familia, el ejército y la iglesia que él sustituye (para no terminar colgado de un olivo) por la madre, “la girasol” y la virgen. Además de “la titanlux”, que lo mismo vale para un roto que para un descosido.
Quizá un corrector de estilo podría haber mejorado algo la prosa de Escalante, pero lo que habría ganado en corrección lo habría perdido en frescura: no olvidemos que el libro está contado en primera persona y refleja el habla popular gaditana. Si uno se descubre riendo a carcajadas con el peculiar gracejo andaluz (“las lunas pasaban de largo y la miel solo la probó mi padre”, “más vago el hombre que el ángel de la guarda de los Kennedy”, “todo el día en el ambulatorio pordioseando recetas de tranquimazines”) de repente se adentra en brevísimos pasajes de un lirismo arrebatador y desarmante: (“La buscaron por los campos, por los barrancos, por las cunetas (…). La Girasol se perdió como se pierde el tiempo”, “dándose paseos por los órganos de mi madre y yo lo seguía, maldiciéndolo”). Y por si a alguien le quedaba alguna duda sobre la relación con la Iglesia Católica del marica vestidor de la virgen:“Yo… apostasía he hecho ¡que me borren de la lista de los bautizados! Y en la declaración de la renta una cruz como la de tu hijo de grande puesta en el sitio correspondiente (…) que ni muerta le doy yo un duro a la iglesia de lo que me roba a mí el gobierno”.
¿Qué más les puedo decir?: que hay dos guiños cinéfilos a Bienvenido Mr. Lawrence y Brokeback Mountain, que uno tiene la sensación de que hay mucho de autobiográfico en el libro y que los personajes reales (hasta Spielberg o Fidel Castro) que aparecen lo hacen, casi siempre, “para bien” (y uno imagina todo lo que ha callado sobre otros personajes que podrían haber aparecido “para mal”, y no lo hacen) y que, además de su coherencia política (esa huida del partido comunista), pragmatismo vital y sentido común (que uno no puedo evitar relacionar con la Carmina de Paco León), el mensaje de compromiso con las siguientes generaciones resulta claro y aleccionador: son otros tiempos, ya no hay leyes que nos persigan, pero el autor no duda de que hay niños, hoy mismo, en su propio pueblo, que quizá están pasando por la misma situación que Alfredo, y escribir este libro es, desde luego, una advertencia y un testigo que se nos va pasando de unos a otros.
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