Esperanza en la rendición: crítica del libro «Al dios de los chicos locos» y entrevista a Armando Rabazo
A veces, la existencia nos sume en una oscuridad a la que no vemos salida alguna. Poco importa entonces qué nos digan o cómo nos lo digan: sencillamente, estamos cansados de una vida que, de pronto, se antoja demasiado pesada. Otras veces, nuestros problemas no nos llevan a tal extremo, pero todo se nos hace igualmente cuesta arriba. En ocasiones hay luz al final del túnel; otras, no. Pero, antes de rendirse, conviene probar todas las puertas posibles. Una persona puede darnos la clave. Un objeto, también. La extraordinaria Al dios de los chicos locos (2014), la primera novela del periodista, pintor y escritor Armando Rabazo desde su prometedora ópera prima (Las paredes del acuario, 1996) nos adentra en el descenso a la oscuridad de alguien que lo ha perdido todo, pero guarda entre el perenne pesimismo un toque de esperanza, quizá porque contemplar y comprender la desdicha ajena puede ser la mejor forma de afrontar nuestra propia consternación. Leerla es por tanto una experiencia, no sólo enriquecedora, sino también regeneradora.
Al dios de los chicos locos es la historia de un hombre roto que, tras abandonar el alcohol, el tabaco, las drogas y otras nefastas adicciones, regresa a Madrid con el único deseo de dormir plácidamente sin un mañana que lo espere. Nada tiene ya que perder; nada por lo que entusiasmarse. Pero el destino le depara una última sorpresa que, aunque lejos de devolverle la ilusión perdida, le dará fuerzas para revolver su pasado y encontrar así una llave para afrontar el presente y tomar la decisión final de cara al futuro. La elaborada pero nunca pretenciosa escritura de Armando Rabazo nos adentra así en el corazón de un personaje torturado con quien puede resultar difícil identificarse pero no empatizar. Y es que, gracias a una primera persona honesta, desprejuiciada e ingeniosa, comprender al protagonista es una tarea sencilla… y fascinante. Poco a poco, la novela nos desvela con elegancia un duro pasado plagado de decepciones vitales marcadas por la siempre trágica naturaleza del amor: ese sentimiento capaz, tanto de darnos alas para recorrer los cielos a la velocidad del rayo, como de cortárnoslas de un plumazo dejándonos así caer en picado. ¿Acaso no llama el amor a nuestras puertas cuando no podemos atenderlo para dejarnos después tirados justo cuando sentimos que va a estallarnos en el pecho?
Entre fantasmas exteriores e interiores, el desgarradoramente sarcástico protagonista de Al dios de los chicos locos desciende poco a poco a una contenida locura que son precisamente los retazos de cordura los que vuelven más insoportable: ni quiere compañía, ni es ya capaz de seguir adelante por su cuenta; ni acepta la realidad ni encuentra consuelo en fantasías que, aun sirviendo de enriquecedora reflexión sobre el pasado, están peligrosamente disfrazadas de sibilina veracidad. Nos hallamos por tanto ante una obra devastadora donde la vida humana es tan preciada como feroz que nos insta sin embargo a extraer de ella toda la belleza antes de dejarla marchitar. Una obra valiente que no teme adentrarse en senderos peliagudos cuyo recorrido es inevitable cuando se quiere afrontar la existencia tal y como es. Tacharla de deprimente o fatalista es pasar por alto la sensible y a menudo ignorada verdad que sus fluidas páginas acogen. Dice Armando Rabazo en la entrevista que incluyo a continuación que Virginia Wolf comprendió en Las olas (1931) a la humanidad en su conjunto; pues bien, eso mismo es lo que, desde mi humilde opinión, ha logrado él con Al dios de los chicos locos.
A continuación, os dejo mi entrevista a Armando Rabazo, autor de Al dios de los chicos locos, la cual tuvo lugar bajo el achicharrante sol veraniego en el fresco Parque del Oeste aprovechando su paso por la capital para dedicarse a la campaña del PACMA.
Al dios de los chicos locos es tu primera novela desde Las paredes del acuario (1996), escrita hace dos décadas, ¿qué te llevó a retomar la escritura con esta obra?
Un rompimiento personal, francamente. Tras la primera novela viví fuera de España 17 años y me dediqué a otras cosas: leer, viajar, pintar, aprender idiomas… pero en un momento determinado todo eso se vino abajo. Volví de Japón, que es donde vivía, y me embarqué sin querer, y por razones personales complicadas, en un viaje muy extraño, porque no sólo lo fue en el espacio sino también en el tiempo: regresé 17 años atrás y en un estado bastante lamentable. Y, como no quería estar en Madrid preocupando a todo el mundo con mis problemas, me encontré viviendo en Marrakech en la casa de un amigo que me la dejó con enorme generosidad. Me dijo: “es el lugar perfecto para escribir, para descansar, para meditar, para ponerte bueno otra vez”. Y allí que me fui, como me podía haber ido a cualquier otra parte. Lo único que quería era esconderme. Y para reconciliarme un poco con la vida y tener un motivo para despertarme por las mañanas, retomé una novela que había dejado apartada mucho tiempo atrás y durante cuatro meses estuve escribiendo como si no hubiera mañana, para curarme y para volcar todo lo que tenía dentro, que me estaba matando un poco. Me encontré en una casa en el zoco de Marrakech escribiendo sobre alguien que también estaba rompiéndose y que también acababa de regresar a España hecho una calamidad, en un julio sofocante, sin saber qué hacer; así nos conocimos el personaje y yo. Y cuatro meses después logré llegar al final del manuscrito con enorme tristeza por despedirme del protagonista, que se había convertido en sombra mía, pero también feliz de haberlo conseguido en condiciones anímicas tan deplorables; estuve entonces un tiempo sin tocarla hasta que hace dos años la volví a corregir.
Y como autor, ¿qué notaste en ti distinto con el paso del tiempo?
Nada, todo era idéntico: es como cuando dejas de fumar y vuelves a hacerlo con la misma intensidad. Para mí escribir es un proceso de entrega total, de amor absoluto, porque puedo estar haciéndolo 24 horas seguidas. La única diferencia es que Las paredes del acuario la escribí estando en pareja, en Toronto, la primera vez que vivía fuera de España, y Al dios de los chicos locos la escribí viviendo solo, con lo que podía dedicarle todo el tiempo que tenía desde que me levantaba hasta que me acostaba. Tanta entrega es siempre peligrosa si no pones límites: te acaba consumiendo. Yo me acordaba mucho de Ana María Matute, que cuando estaba escribiendo Olvidado Rey Gudú (1996), mientras atravesaba también una crisis anímica importante, llevaba en un carrito los miles de folios del manuscrito y los llevaba por la casa allá donde iba, sin separarse mucho, como quien lleva una bombona de oxigeno para respirar. Se pasaba todo el día pensando en la novela y cuando llegaba su marido le decía: “fíjate, la princesa Tontina no existe, estoy dedicando toda mi energía a algo que sólo está en mi cabeza” y él le decía “pues claro que existe, basta con que tu lo crees para que sea real”. Pues a mí me pasaba lo mismo: de pronto estaba conviviendo con el personaje de la novela, hablaba con él, lloraba por sus historias, me enfurecía con él… Para colmo de males es un personaje que tiene una esquizofrenia y un montón de deudas pendientes con la vida, historias muy mal resueltas y la determinación clara de rendirse, con lo que yo estaba recreando mi realidad en un personaje complicadito. Y hubo un momento que me dio miedo involucrarme tanto en la historia, porque sabía que iba a terminar muy mal… y yo necesitaba salir recuperado, no más hundido.
Ese mismo año escribiste Del amor a la zeta (2014), un ensayo de motivación personal…
Sí, porque me pasó algo muy curioso. Cuatro meses solo en una casa en el zoco de Marrakech te aíslan de la humanidad; mi francés era incompatible con el francés que se hablaba allí y yo no entendía nada, estaba encerrado escribiendo a cualquier hora del día o de la noche, como un zombi. Pero resultó que el amigo que me había invitado a su casa también invitó, sin avisarme, por esa generosidad suya tremenda, a otra gente a la que yo no conocía de nada ni quería conocer. Se abría la puerta de repente y aparecían amigos suyos a pasar unos días en aquella ciudad, y yo tuve que hacer, a regañadientes, de anfitrión involuntario. Pero sucedió algo muy curioso, y es que aquello me salvó. De un modo natural, casi sin querer, empecé a hablar de mi novela y de mis problemas con personas a las que veía por primera vez en mi vida pero con quienes, no sé por qué, se crearon unos lazos muy fuertes enseguida… y del mismo modo ellos me hablaron de problemas que probablemente no habrían contado a nadie más. Nos desahogamos mucho todos y me di cuenta de que hablar con desconocidos es una terapia increíble, y que si escuchas la historia de alguien sin ningún tipo de prejuicio o valoración previa, sólo por escuchar y tratar de comprender, es muy fácil empatizar y crear lazos de cariño sólidos. Todas esas personas que llegaron a mi vida de forma tan casual me ayudaron a ir conectando otra vez con la vida y me transmitieron un bienestar en el que yo quería instalarme otra vez. Nada más volver de Marrakech me reencontré con una amiga mía que venía de Miami con muchas ideas de coaching en la cabeza, mi querida Pilar Méndez, que está a punto de publicar su primera novela. Y juntos hicimos algo que se llama Go&Flow, talleres de bienestar, y de ahí salió un libro que se publicó el mismo año que la novela, que es absolutamente negra: un libro muy positivo en el que proponemos un viaje maravilloso al bienestar. No a la felicidad, que está muy sobrevalorada, sino al bienestar, que es como una terminal de aeropuerto que te puede llevar a cualquier parte, y además con alegría. Cualquiera que leyera ambas obras podría pensar en una bipolaridad en mí: nadie habría relacionado un libro con el otro, pero eso me divirtió, porque ciertamente todos podemos hundirnos y salir del pozo y seguir adelante.
¿Recomiendas entonces la lectura de Del amor a la zeta después de Al dios de los chicos locos?
Sí, claro. De hecho, recomendaría antes Del amor a la zeta que Al dios de los chicos locos, porque creo que en el fondo los mensajes positivos siempre son más importantes que los negativos… Y que te den pistas para estar bien es algo que yo agradezco mucho.
De todos modos, a veces, si como lector te encuentras en un momento desgraciado, te ayuda leer sobre personajes desgraciados… Escribiendo esta novela, ¿veías luz al final del túnel para los lectores? ¿O adoptaste siempre un punto de vista negativo?
Yo en el fondo no sabía cómo iba a quedar la novela. Sabía hacia donde iba porque el ultimo capitulo es el primero que escribí. Y cuando el personaje me empezó a hablar, y te prometo que lo hizo (era un poco como vivir en el programa ese de Cuarto Milenio), no lo hacía como alguien derrotado, sino como alguien que me iba a explicar un problema que había pasado. A ver, la esquizofrenia, la alcoholemia, la incapacidad para comunicarse… son problemas graves, pero en el fondo mi protagonista no daba importancia a lo que me estaba contando. Creo que sobrevaloramos temas como la muerte o el suicidio, asuntos que nos han enseñado a ver como tremendos, y hay que vivir con la certeza de que todo puede pasar. Tú puedes querer quitarte de en medio para dejar de existir y no tienes por qué dar explicaciones para desear eso; creo que todo sería muy distinto si estuviéramos solos: si no tuviéramos una familia que nos quiere las decisiones importantes serían muy distintas. Pero yo no lo veo tan negro porque en el fondo el personaje, pese a sus problemas, tiene una capacidad de amar muy grande, aunque le dure poco.
De todos modos, aunque tú hablas de que tenemos derecho a rendirnos si queremos, que el año de publicación de Al dios de los chicos locos escribieras un ensayo de motivación personal demuestra que no vale la pena hacerlo, porque siempre hay una salida por oscuro que esté el camino…
Claro, lo que pasa es que es muy fácil dar pistas de cara al bienestar. Pero cuando alguien te dice que lo ha intentado todo y no le ha funcionado, y que en el fondo está cansado y que se rinde, ¿qué le puedes decir?, ¿qué la vida es maravillosa? Me encantó cuando Amparo Rivelles dijo, estando ya muy malita: “no lamentéis mi muerte porque me lo he pasado de puta madre”. A veces tu vida ha sido tan intensa, has hecho tantas cosas y has querido tanto o has sufrido tanto, que en el fondo estás cansado y no quieres seguir. No todo el mundo tiene la misma resistencia ante el dolor, ni la misma capacidad de repararse cuando se sabe roto por dentro. Yo puedo dar ideas sobre cómo he sobrevivido pero a lo mejor a ti no te sirven para nada. Mira, la novela que estoy escribiendo ahora, que trata de un chaval que en una imaginaria noche del fin del mundo se escapa de su casa en busca de otro superviviente perdido como él, surgió de una noticia que vi en el telediario sobre un chico de 15 años que se había suicidado por no ser capaz de aceptar su sexualidad. Yo pensé: “voy a intentar que, en vez de resignarse, se escape, a ver qué le pasa”. Siempre está esa opción, pero no podemos echar la culpa a la persona real por haberse rendido al no dar con ninguna opción; evidentemente desde fuera pensamos que lo podríamos haber remediado… No sé, el suicidio es un tema delicado que siempre intentamos ignorar y sin embargo es una de las principales causas de muerte en España…
Dices que el personaje de Al dios de los chicos locos te hablaba desde fuera, pero a la vez se metía en ti y pasaba a convertirse en ti mismo. ¿Cómo llevabas esta dualidad?
Muy bien porque yo me alejaba de todo lo que fuera demasiado personal: cuando me decía cosas que me recordaban demasiado a mí me alejaba del personaje, me interesaba más cuando me confesaba cosas que no me esperaba. Pero jugaba al ratón y al gato, pues a veces me veía a mí mismo reflejado en él cuando me hablaba y eso me inspiraba mucha curiosidad, porque él me conocía a mí y yo lo conocía a él. Es algo raro, como las hermanas Hurtado que nombro tanto en la novela: dos señoras que viven juntas y se visten igual y hacen siempre las mismas cosas pero que han de tener derecho a sus secretos la una con la otra. Yo era un poco la hermana Hurtado de este personaje, pero me daba mucho miedo que proyectáramos la misma imagen, así que llegó un momento en que logré que me contara sus problemas sin mezclarme con ellos. Mi vida era mi vida y la suya la suya. Yo me limitaría a escucharle, a intentar comprenderle, a no juzgarle. Me contó su vida con una generosidad enorme, casi me la dictó, y te prometo que cuando escribí “fin” tuve una sensación de bienestar profundo: “lo he hecho”; cuatro meses antes me creía incapaz de salir de la cama siquiera y al final había escrito un libro con un principio, un proceso, un final y un protagonista muy complicado humanamente pero también muy honesto. Y es verdad que cuando te acostumbras a ver el recorrido de un personaje así aprendes a repararte tú mismo.
Y al margen del personaje, ¿parte toda la obra de la realidad?
La realidad siempre dicta la ficción, aunque nos resistamos a aceptarlo. Yo estoy mucho en la novela, y mi realidad de entonces también, aunque no tenga nada que ver con la historia que se cuenta en el libro ni con la evolución del protagonista ni con sus decisiones, pero sí, toda la novela parte de mi entorno, de aquella realidad que yo estaba viviendo, de aquella soledad que tenía que aprender a conquistar. Hasta los personajes que el protagonista se inventa en su cabeza, sus amigos invisibles que él ve como reales, están basados en la realidad que yo atravesaba, pero eso es algo que ves después; en el momento que lo estás escribiendo no eres consciente. Así como mi primera novela estuvo planeada de principio a fin, esta me ha ido sorprendiendo; ha sido un proceso más intenso que me ha llevado a interesarme nuevamente por la escritura. Porque cuando escribí la otra novela pensé que no me compensaba escribir más.
Se dice que algunas novelas se escriben con mapa y otras con brújula; podríamos decir que escribiste aquella con mapa y esta con brújula… y que disfrutas más haciéndolo con brújula.
Sí, sabiendo siempre adónde voy a llegar. Necesito tener la última frase antes de empezar a escribir… Luego puedo estar cinco años reescribiendo, pero esa frase nunca la voy a cambiar, es el lugar al que me dirijo. Yo cuando estoy una librería, antes de comprar cualquier libro leo la última frase… y si no me gusta no me lo compro. Toda mi literatura favorita incluye una frase genial magnifica que compensa todo: puedes leer el libro o no, y luego a veces te decepcionas con lo que hay en medio, pero, si la primera frase es buena y la última también, es muy difícil que sea un mal libro. Yo sabía qué iba a pasar finalmente al personaje, pero no cómo iba a ser su proceso, lo cual fue el gran descubrimiento de la escritura. Me habría gustado cambiar el final, pero ¿quién era yo para pedir al personaje que hiciera algo diferente a lo que en el fondo tenía pensado desde el principio? Creo que tuve una revelación: el personaje me dictó la última frase.
¿Y fue complicado publicar un libro de estas características?
No moví nada, la verdad. Me daba mucho miedo que una editorial grande me dijera que no, porque yo cuando escribí Las paredes del acuario la envié a Planeta, que justo tenía una nueva colección de nueva narrativa en marcha y el esfuerzo fue escaso, pero luego escribí una novela que envié a cinco sitios, no más, y todos me dieron excusas para no publicarla… y ahora esa novela está en el cajón. El rechazo me crea tal inseguridad que con esta novela no podía arriesgarme porque habría bastado un “no” para hacerme pensar que este libro no tenía que publicarse. Pero al final todo salió muy bien en ese sentido.
¿No te planteaste nunca editoriales LGTB?
No, la verdad, quizá por algo tan sencillo como que sus portadas y prototipos en general me interesan poco, tienen poco que ver conmigo, ya que, sí, soy gay, pero también otras muchas cosas. Hace poco categorizaron mi novela como “homoerótica”, algo injusto, porque parece que se asocie siempre la literatura LGTB con lo homoerótico. Las paredes del acuario tuvo un problema: su portada incluía un chico medio desnudo y fue reducida a “novela gay” de forma que quien no quería eso, no lo compró, y quien esperaba más en esa línea, no lo recibió. El cebo de las editoriales LGTB del chico cachas desnudo hace que las obras pierdan mucha fuerza. Sin embargo, eso no quita para que otorgue una importancia enorme a las editoriales especializadas en literatura LGTB, y a los autores que publican en ellas y a las librerías que facilitan su visibilidad. Hay que insistir en los derechos que hemos conseguido y la literatura y el cine tienen mucho que ver en esa igualdad que gozamos ahora en ciertos países. No hay que bajar nunca la guardia porque avanzar es muy difícil pero retroceder es enormemente fácil.
¿Pero cuán importante ha sido la literatura LGTB en tu vida?
La literatura LGTB tuvo para mí, en los años del inicio y de mi desarrollo personal, una importancia enorme. Que otros te transmitieran las experiencias de un viaje que tú empezabas a recorrer suponía una ayuda inmensa. De repente, otras personas te hacían partícipe de un camino que tú iniciabas con mucho miedo y enormes dudas, y eso era, sin duda, una inyección enorme de coraje y la sensación de no saberte solo en ese tránsito a la vida adulta con una orientación sexual que no es la convencional. A veces esa literatura que te encerrabas a leer era la sustitución de conversaciones que no llegabas a tener con nadie, ni con tus mejores amigos (que sólo te hablaban de chicas y de fútbol). Hay libros fundamentales para mí, como La habitación de Giovanni (1956), de James Baldwin; El danzarín y la danza (1978), de Andrew Holleran o Prince et Léonardours, de Mathieu Lindon, además de muchos de Roger Peyrefitte, Manuel Puig o Terenci Moix, novelas que en su momento viví como un regalo, como el testigo que alguien me pasaba a nivel de experiencia vital, aunque todas tenían una enorme angustia dentro y en general acababan como el rosario de la aurora. También había por ahí alguna con final feliz que te dejaba un regusto muy bonito. Recuerdo una de las primeras veces que fui al teatro, al Marquina, a ver la obra Posdata: tu gato ha muerto que interpretaban Manuel Galiana, Juan Ribó y Marisa Paredes. Yo no había cumplido aún los dieciocho y era la primera vez que asistía desde una butaca a la relación entre dos hombres que se enamoraban en frente de mí. Aquella obra fue una auténtica revelación, y la novela en la que se basaba, escrita por James Kirkwood (Tu gato está muerto, 1972), sigue siendo algo que recomiendo a todo el mundo leer, pues te explica que incluso en los momentos más oscuros, cuando todo en la vida te empuja a la desesperación y a las ganas de rendirte, puedes encontrar luz y girar hacia un camino que nunca habías imaginado. Y que esa vida y ese camino no te llevan al drama, sino a la alegría y a la felicidad. Yo sobreviví a mis dudas y a mis angustias gracias a esos libros. Luego, cuando la angustia se fue y empecé a vivir la vida que yo quería, fue importándome menos que los protagonistas tuvieran una orientación sexual u otra. Ya buscaba la Literatura con mayúsculas, que puede ser escrita por hombres, por mujeres, por gais o por extraterrestres.
¿Piensas que el público al que ha llegado tu obra es muy heterogéneo o principalmente LGTB?
Es sobre todo LGTB porque la promoción ha ido por esa línea aun cuando no fuera lo ideal, Pero yo pensé que, igual que la comunidad vasca promociona obras vascas, por poner un ejemplo, pues, si soy gay, ¿por qué no voy a apoyarme en mi comunidad? De todos modos, Al dios de los chicos locos tampoco la ha leído demasiada gente, la otra sí estaba en todas partes gracias a la fuerza de Planeta, pero aun así salen tantos libros cada año que la competencia es altísima…
Entonces, incluso con una editorial grande resulta casi imposible dedicarse profesionalmente a la escritura…
Sí… Y es que la gente lee cada vez menos, incluido el público gay, que antes sí mostraba una densidad cultural mayor que la media. Hasta yo leo menos, de hecho leo principalmente a autores muertos, admiro a la gente como tú que sigue confiando en la literatura nueva, porque yo prefiero ir sobre seguro: El conde de Montecristo (1844) no te va a decepcionar nunca, cada vez que lo lees lo haces con el mismo entusiasmo… Lees Las olas (1931) y no te importa que la escribiese una mujer de principios del siglo XX, lesbiana y torturada, porque ves que Virginia Wolf ha comprendido a la humanidad en su conjunto. Madame Bovary (1857) es infinitamente mejor que mi libro, ¿por qué leer el mío entonces…? Hoy en día todo el mundo escribe un libro; Juan José Millas escribió el otro día un artículo magnífico al respecto: toreros, cantantes, actores, gente de cosas del corazón… todo el mundo escribe libros. Y él se preguntaba: si yo no puedo ser torero ni cantante, ¿por qué ellos piensan que lo que hago yo es tan fácil? Y luego el tiempo de exposición en librerías es tan escaso que se pierden muchos libros sobre los que ni hemos oído hablar, como tantas películas que no se estrenan siquiera. Con este libro de todos modos no puedes hacer una gran campaña porque no está pensado para todo el mundo, con que guste a un pequeño grupo de gente rara ya estoy feliz.
¿Cómo ves ahora mismo a la literatura LGTB en España?
En general, la encuentro un poco reiterativa: repite siempre los mismos esquemas y me sorprende poco. Aunque admito que no le dedico tanta atención como quizá debiera. Creo que hoy día los escritores tienen poca formación en general, han sido malos lectores, y cada vez se escribe más como si todo fuera una red social. Pero no me hagas mucho caso porque estoy muy perdido en lo que a literatura actual se refiere y generalizar es siempre arriesgado. A lo mejor hay por ahí autores interesantísimos que yo me estoy perdiendo. La sensación es que la gente empieza a querer publicar demasiado joven, y esto afecta a la literatura LGTB y a la literatura en general, sin haber asentado bien las bases.
Sin embargo, tú escribiste tu primera novela con apenas veinte años…
Sí, pero yo tenía una formación muy sólida como lector. Había leído todo lo que había caído en mis manos, sin hacer muchos filtros y en completo desorden, pero con mucha ansiedad, como si fuera ese mi destino en el mundo. Creo que en el fondo me hice periodista para entrevistar y conocer a mis escritores de referencia. Recuerdo todavía mis charlas con Ana María Matute, Cortázar o William Golding y pienso que son los mejores regalos que he podido tener. Y mientras te estoy diciendo esto me vuelven las ganas de subirme a un avión y presentarme en México para conocer a Fernando Vallejo, el gran escritor colombiano a quien admiro tanto, para hablar con él de libros y sobre todo de animales, por cuyos derechos y la conquista de leyes justas a su favor lucho cada día, y cuya defensa es, a día de hoy, una prioridad en mi vida.