El mundo interconectado: críticas de la serie «Sense8» y la película «El atlas de las nubes»
Que los hermanos Wachowski son ahora las hermanas Wachowski es harto conocido, pero la mayoría no es consciente de la influencia que sus vivencias como personas transexuales, tanto antes como después de optar por la reasignación de sexo, ha tenido sobre su obra reciente. Así, en 2012 Lana Wachowski aprovechó el estreno de El atlas de las nubes en el Festival de Toronto para anunciar públicamente que dejaba atrás su nombre de nacimiento (Larry), así como la identidad que aquel conllevaba, mientras que el 8 de marzo de 2016 (sí, el día de la mujer) Lilly hacía lo propio con el suyo (Andy) poco después de que viera la luz la serie Sense8. No es por tanto casualidad que ambas obras (creadas junto al alemán Tom Tykwer, inmortalizado por la excelente Corre, Lola, corre, 1998) estén protagonizadas por personajes que, de alguna forma, perciben más de una personalidad —de una vida— en su interior, explorando así Lilly y Lana su propio proceso de autodescubrimiento por la más original de las vías.
El atlas de las nubes (2012) enlaza seis historias vividas y por vivir, fusionando pasado (1849, 1936, 1973), presente (2012) y futuro (2144, 2321), así como múltiples localizaciones y atmósferas, tanto realistas como fantásticas, verdaderamente evocadoras. Partiendo de la aclamada novela homónima de David Mitchell (2004), la película cuenta con la curiosidad de dotar a sus principales intérpretes (Tom Hanks, Halle Berry, Jim Broadbent, Hugo Weaving, Jim Sturgess, Bae Doona, Ben Whishaw, James D’Arcy, Xun Zhou, Keith David, David Gyasi, Susan Sarandon y Hugh Grant) de varias estéticas y personalidades, avivándose así el sentimiento de cómo toda la humanidad habida y por haber está, estuvo y estará eternamente interconectada. Pocas formas más hermosas ha encontrado el arte para representar el sugerente “efecto mariposa” (el aleteo de una mariposa en Hong Kong puede desatar una tempestad en Nueva York; o sea, que un pequeño cambio puede generar grandes resultados). La complejidad de la propuesta vuelve el visionado muy difícil, sobre todo si se pretende conectar piezas no necesariamente destinadas a encajar (bien por descuido de un guion demasiado enrevesado, bien por afán de dejar la interpretación en manos de cada espectador), pero, aceptando hallarse ante algo inabarcable, resulta complicado no conmoverse ante el amplio despliegue de sentimientos presentado. Todo ello a través de una factura técnica casi tan majestuosa como la partitura de Reinhold Heil, Johnny Klimek y el propio Tom Tykwer, una de las mejores del cine reciente.
Sin El atlas de las nubes, difícilmente sería Sense8 lo que es. Es más, con probabilidad no existiría nada parecido. Y es que el salto a la pantalla pequeña de los Wachowsky (de nuevo acompañados por Tykwer) vuelve a trasladarnos a un universo ficticio de personajes interconectados, si bien en esta ocasión se trata exactamente del nuestro (tanto temporal como espacialmente). Durante los 12 capítulos de la primera temporada contemplamos cómo ocho jóvenes (Brian J. Smith, Tuppence Middleton, Aml Ameen, Tina Desai, Max Riemelt, Jamie Claytony, Miguel Ángel Silvestre —sí, el galán de las populares series españolas Sin tetas no hay paraíso y Velvet— y nuevamente Bae Doona, todos ellos internacionalmente desconocidos en contraposición a las estrellas de El atlas de las nubes) procedentes de distintos lugares del Globo, a saber Corea del Sur, India, Kenia, Alemania, Islandia, México y Estados Unidos por partida doble (San Francisco y Chicago, lo cual dice mucho del proyecto), descubren que una conexión especial los permite —literalmente— mimetizarse los unos con los otros para intercambiar experiencias y ayudarse mutuamente. Nos hallamos por tanto ante un bello recordatorio del poder, tanto de la empatía, como de la cooperación internacional, bien sea entre naciones, bien entre sencillos individuos para quienes alguien situado en el otro extremo del mundo podría granjear la respuesta que llevan buscando toda la vida. Por desgracia, al carácter enrevesado de El atlas de las nubes se suma aquí un guion algo desmembrado y una preocupante falta de ritmo que, si bien puede excusarse por su carácter introductorio, debería corregirse de cara a la ya confirmada segunda temporada.
Ambas obras comparten, además, un defecto y una virtud, relacionados ambos con su carácter universal. Comenzando por lo negativo, es una pena que un intento de transmitir unidad internacional posea una esencia tan estadounidense, estando los personajes procedentes de otros rincones del mundo retratados desde el máximo desconocimiento (y, encima, condenados a hablar un inglés que vuelve todavía menos auténticas sus atmósferas). Con respecto a lo positivo, que es también el motivo por el que les he dedicado esta columna más allá de la identidad de sus creadores, el espectro LGTB desplegado es encomiable, lográndose en ambos casos naturalizar la situación y, a la vez, denunciar la LGTBfobia, algo prácticamente sin precedentes en el mundo de la ciencia-ficción; de hecho, Sense8 se hizo con el último premio GLAAD a mejor serie dramática en reconocimiento a su retrato de la comunidad LGTB. Además, las lacras enunciadas son, en general, consecuencia de una ambición algo descontrolada que nos ha ofrecido dos productos tan originales como fascinantes colmados de interpretaciones enriquecedoras. Al final, tanto El atlas de las nubes como Sense8 hacen del mundo un lugar más empático y menos frío.