La exhumación del sida ochentero: críticas de las películas «Uncle Howard» y «Solo el fin del mundo»
Desde que el sida fue descubierto en 1981, millones de personas en todo el mundo han perdido la vida a raíz de tan horrible pandemia. En lo que a Occidente respecta, los peores años fueron los primeros, cuando aún no existía tratamiento alguno y el desconocimiento hizo pender una sentencia de muerte divina sobre las cabezas de las personas homosexuales, a quienes se atribuyó erróneamente la propagación de la enfermedad sin percatarse nadie de que la causa no era el sexo, sino el contacto sexual sin preservativo (aparte de las transfusiones de sangre contaminada y las agujas hipodérmicas). Entre los muchos artistas homosexuales que perdimos durante los años 80 y 90 se encuentran el dramaturgo Jean-Luc Lagarce y el cineasta Howard Brookner. A ellos está dedicado este artículo a través de las recientes películas Uncle Howard (de estreno hoy) y Solo el fin del mundo.
El cineasta neoyorkino Howard Brookner (1954-1989) murió de sida el 27 de abril de 1989, dejando atrás las obras Burroughs: the Movie (1983) —aplaudido documental sobre el escritor de la generación ‘beat’ William S. Burroughs—, Robert Wilson and the Civil Wars (1986) y Bloodhounds of Broadway (1989) —esta última, estrenada tras su fallecimiento—, así como una cinta que nunca vio la luz por quedar a medias: Scary Kisses. Con Uncle Howard (2016), su sobrino Aaron Brookner le rinde tributo a través de un emotivo homenaje a través de material de archivo de personalidades como William Burroughs o Madonna, así como las propias sensaciones con las que se topa durante tan bello viaje personal. Quizá el tema en sí carezca de interés para aquellos ajenos al contexto explorado, no siendo tampoco el desarrollo especialmente novedoso, pero los aficionados al cine documental encontrarán una obra conmovedora acerca de uno de tantos homosexuales con tanto que dar y tan poco tiempo para hacerlo. Además, la cinta, que fue estrenada en el marco del prestigioso Festival de Sundance, ha sido reivindicada como una interesante mirada a la efervescencia artística del Nueva York de los 80.
Por su parte, el dramaturgo francés Jean-Luc Lagarce (1957-1995) sucumbió ante el sida el 30 de septiembre de 1995 tras haber publicado más de veinticinco obras de teatro entre las que se encuentra Juste la fin du monde (1990), la cual el autor creó mientras consideraba su propia muerte, lo que explica la atmósfera poético-enfermiza que transmite la obra. Este año, la editorial DosBigotes la ha publicado en castellano bajo el nombre Tan solo el fin del mundo (2017), coincidiendo con la llegada a las salas de la película Solo el fin del mundo (Juste la fin du monde, 2016), con la que el canadiense Xavier Dolan se alzó con su segundo Gran Premio del Jurado de Cannes (el primero lo recibió por la muy superior Mommy en 2013) y estuvo a punto de optar al Óscar a mejor filme de habla no inglesa (entró en la shortlist de nueve títulos pero no en la selección final de nominados). En este drama psicológico un joven homosexual regresa a casa tras años de ausencia para anunciar que pronto morirá, despertando tantas alegrías como angustias en lo que supone un ambiente harto extraño. Gaspard Ulliel, Nathalie Baye, Vincent Cassel, Léa Seydoux —coprotagonista de La vida de Adèle (2013) [crítica]— y la oscarizada Marion Cotillard son buenos intérpretes a los que Dolan ofrece momentos memorables (como ese deprimente y a la vez vital baile del popular “Dragostea Din Tei” de O-Zone, todo un icono gay), pero lo cierto es que todo se antoja gratuito y hasta molesto, desde los exagerados diálogos hasta el azaroso montaje. Una pena, porque el texto original es fascinante y este jovencísimo realizador nos ha ofrecido con anterioridad obras LGTB tan maravillosas como Yo maté a mi madre (2009), Los amores imaginarios (2010), Laurence anways (2012) y Tom en la granja (2013). Aun así, aparte de los reconocimientos mencionados, la cinta se hizo con tres Premios César: dirección, montaje e interpretación masculina protagonista, lo que refleja claramente la disparidad de opiniones que ha despertado.
Tanto Tío Howard como Solo el fin del mundo están envueltas en amarga nostalgia, pues tienen muy presentes a dos creadores que fallecieron a causa de una de las enfermedades más viles que se conocen, una pesadilla anclada para siempre a los años 80 por ser aquellos los tiempos en que el desconocimiento avivaba especialmente el terror (pese a que a día de hoy el número anual de muertos sigue superando el millón, especialmente en países africanos donde el desconocimiento sigue siendo el principal problema). Si Tío Howard constituye un viaje al corazón de un cineasta al que el SIDA arrebató la posibilidad de forjarse una carrera más próspera, Solo el fin del mundo supone una dura mirada al dolor que acompaña afrontar tan terrible enfermedad. Sin embargo, al final no es nada de eso, sino la fuerza de los lazos familiares lo que constituye el corazón de ambas obras.