Cuba como contraste político-sexual: críticas de «Últimos días en La Habana» y «Fresa y chocolate»
Estrenada en diciembre de 1993 en el Festival de Cine de La Habana, Fresa y chocolate es una de las películas de temática LGTB más icónicas que nos ha dado América Latina, siendo además la primera cinta cubana —en coproducción con España y México— nominada al Óscar a mejor película en lengua no inglesa. Entre sus muchos herederos, se encuentra Últimos días en La Habana, una coproducción cubano-española recientemente estrenada tras alzarse con la Biznaga de Oro a mejor película iberoamericana del Festival de Málaga. Ambas cintas se centran en la relación entre un personaje homosexual y otro heterosexual en la Cuba posrevolucionaria, sirviendo la divergencia sexual para abordar el contraste político, social y cultural que lleva décadas caracterizando a tan complejo país.
Últimos días en La Habana (2016) es el último largometraje de uno de los realizadores cubanos más importantes del momento: Fernando Pérez, a cuyas espaldas encontramos títulos como Suite Habana (2003) o Madrigal (2006). En él, Diego (Jorge Martínez) y Miguel (Patricio Wood) conforman una extraña pareja que habita en un humilde piso de La Habana: el primero está postrado en una cama, perdiendo la batalla contra el SIDA, pero mantiene la ilusión por aprovechar la vida, aunque sólo sea disfrutando de la compañía de un joven chapero que nunca podrá ofrecerle sus servicios; el segundo es incapaz de disfrutar de nada, centrado como está en la idea de trasladarse —de huir— a EE.UU. El elegante guion, escrito mano a mano por Abel Rodríguez y el propio realizador, se niega a ofrecer masticados los secretos compartidos que ambos arrastran, los cuales se tornan en una amargura permanente que no deja de lado del todo la bella amistad que los une. Mientras ambos esperan impacientes a un destino que nunca llega (bien el final en forma de muerte, bien un nuevo comienzo en forma de visado), la vida sigue tanto fuera como dentro del edificio, donde aterriza poco a poco una curiosa serie de personajes entre los que destaca la sobrina de Diego: la genial Yusisleydis, una joven embarazada con las ideas bastante más claras que el país que habita a la que da vida con suma frescura Gabriela Ramos, laureada por su interpretación en el mentado Festival de Málaga. Curiosamente, en ese mismo certamen la emotiva película se hizo también con el Premio del Público, un galardón que no le ha servido para resistir los duros estragos de la cartelera.
El Diego de Últimos días en La Habana está claramente inspirado en el personaje homónimo de Fresa y chocolate (1993), encarnado por el intérprete más emblemático del cine LGTB cubano: Jorge Perugorría, visto hace poco en las notables Vestido de novia (2014) [crítica] y Viva (2015) [crítica]. Él encarna a un artista homosexual culto y religioso que se enamora perdidamente de David, un joven heterosexual bien aleccionado en los principios revolucionarios al que da sugerente vida Vladimir Cruz. El rechazo inicial es inevitable, pero poco a poco los dos empiezan a comprender al otro, conscientes de que, aun cuando su amor es imposible, su amistad no lo es en absoluto; poco a poco, la fresa se funde con el chocolate. Es curioso, eso sí, que la cinta contenga tres escenas de cama y ninguna sea homosexual, pero ciertamente hablamos de otra época. «Esta es una película contra la intolerancia, para aprender que no siempre el que no está conmigo está contra mí», afirmó su codirector, Tomás Gutiérrez Alea, cuya excelente Memorias del subdesarrollo (1968) quizá sea la película más emblemática que existe sobre la Revolución cubana. En Fresa y chocolate, el aclamado realizador comparte crédito con otro portento del cine cubano: su discípulo Juan Carlos Tabio, con el que volvería a trabajar en Guantanamera (1995), partiendo ambos del perspicaz guion de Senel Paz, quien lo basó en su propio cuento: El lobo, el bosque y el hombre nuevo.
Aunque coproducidas por nuestro país, Fresa y chocolate y Últimos días en La Habana son obras eminentemente cubanas donde la esencia de la isla nos envuelve desde el primer hasta el último fotograma. Así, La Habana es, no ya un personaje más, sino directamente el protagonista de la función, trasladándonos el humilde diseño de producción y la cruda fotografía a un universo que muy pocos han vivido de primera mano. Los incontables giros políticos y sociales experimentados por Cuba se tornan en personajes tan humanos como peculiares con quienes la identificación es inmediata aun cuando rara vez seamos capaces de saber qué pasa exactamente por sus ambiguas mentes. Entretanto, asistimos a la lucha interna de dos hombres homosexuales que hacen lo posible por vencer el resquemor que sienten hacia un país que al tiempo aman y odian, ya que rara vez los ha aceptado tal y como son. Quizá el Diego de Fresa y chocolate no esté postrado en una cama como el de Últimos días en La Habana, pero no por ello está a su alcance la libertad, vocablo este que resulta difícilmente de emplear en relación a la isla sin caer en la más pura hipocresía.