Un tribunal ruso condena a ocho años y medio de cárcel al asesino del periodista Dmitri Tsilikin invisibilizando su motivación homófoba
Ocho años y medio de prisión por robo y asesinato. Ni una sola mención a la homofobia del asesino, ni mucho menos la consideración de delito de odio… Sergei Kosirev, de 23 años, al menos irá a la cárcel por el asesinato de Dmitri Tsilikin, periodista cultural, colaborador de varios medios y crítico teatral, cosido a puñaladas el 27 de marzo de 2016 en su casa de San Petersburgo. Kosirev, simpatizante de la extrema derecha, había contactado con Tsikilin a través de internet.
En abril del año pasado recogíamos la historia. Dmitri Tsilikin era homosexual, aunque no lo había hecho público. Algo a lo que las personas LGTB rusas están acostumbradas, si no quieren exponerse al ostracismo social, al acoso, a represalias en sus lugares de trabajo e incluso a persecución legal si se considera que su visibilidad puede ser entendida como “promoción de las relaciones no tradicionales”. Pero incluso limitando su visibilidad a círculos privados, muchos caen en las trampas que les tienden -sobre todo a través de internet- extorsionadores y grupos vinculados a la extrema derecha (Occupy Pedofilyaj y similares). Estos últimos, de hecho, los someten a vejaciones que con frecuencia graban y difunden en redes sociales y a agresiones extremadamente violentas, pese a lo cual son tímidamente perseguidos por las autoridades.
Aunque las primeras informaciones nada decían sobre la posible causa, pronto resultó evidente que el asesinato se encuadraba en este contexto de brutal homofobia. Tsikilin y Sergei Kosirev entablaron contacto a través de internet, concertando un encuentro en casa del periodista. Es difícil saber lo que sucedió allí (según las primeras investigaciones el joven le habría chantajeado) pero lo cierto es que desembocó en el apuñalamiento de Tsikilin. Murió desangrado, tras recibir múltiples cuchilladas. El asesino aprovechó para robarle un ordenador portátil, el teléfono móvil y dinero de su cartera antes de abandonar la casa.
La policía dio con Kosirev rastreando las llamadas de teléfono de Tsikilin. Aunque las versiones sobre su testimonio difieren ligeramente, lo que parece claro es que tras su detención el joven, simpatizante de la extrema derecha, admitió haber asesinado a Tsikilin movido por el odio y el afán de “limpieza” social. Ya entonces Tanya Cooper, investigadora en Rusia de la organización Human Rights Watch, adivinaba que ni aún así se reconocería el componente homófobo. “Rusia dispone de leyes contra los delitos de odio que podrían aplicarse. Pero tengo razones para ser escéptica: de las varias docenas de ataques antiLGTB que he documentado en años recientes, ninguno fue investigado ni perseguido como delito de odio. Ni siquiera aquellos en los que más descaradamente el odio era la causa”, escribía entonces…
No se equivocaba. Poco más de un año después, finalmente Kosirev ha sido encontrado culpable de robo y asesinato por un tribunal de San Petersburgo, y ha sido condenado por ello a ocho años y medio de cárcel. No se ha considerado delito de odio, y la motivación homófoba ha quedado invisibilizada por completo. Incluso durante el juicio, que se celebró a puerta cerrada precisamente para que ningún detalle sobre la sexualidad de Tsikilin se hiciese público, como los propios medios rusos recogieron.
Cuando son las víctimas las que sienten pánico a denunciar
Ya hace un año aprovechábamos para hacer referencia el artículo que la periodista ruso-estadounidense Masha Gessen publicó en The New York Times sobre el caso, en el que denunciaba el trato que los medios y la propia sociedad rusa dan a asesinatos como el de Tsikilin. Gessen citaba el testimonio de Alexander Smirnov, un funcionario ruso hoy solicitante de asilo en Estados Unidos, uno de cuyos amigos murió asesinado de la misma forma que Tsikilin, y que sufrió además en sus propias carnes una brutal agresión tras concertar un encuentro online.
Nos parece muy pertinente volver a reproducir un fragmento: “Les rogué que al menos no me mataran. No puedes imaginarte la vergüenza que sentía ante ellos, que eran los que habían entrado en mi hogar y casi me matan. Se llevaron todo lo que tenía, hasta mi teléfono. Ellos eran los delincuentes, pero yo era el que me sentía avergonzado. Temblando, no pude ni llamar a una ambulancia, porque hubiera tenido que explicarles lo que me había pasado. Y por supuesto, no podía decir nada en el trabajo. Pedí a unos amigos que llamaran a la oficina y dijeran que me habían asaltado en una parada de autobús. Y no acudí a la policía. Hubiera resultado muy fácil encontrar a los atacantes, pero no tenía el valor de ponerme delante de un policía en uniforme. Ahora me culpo por haber sido débil, porque aquellos dos han podido matar a otros”, contaba Smirnov a Gessen. Terrible.