El lesbianismo de las dos Españas: críticas de las películas «Carmen y Lola» y «Tierra firme»
Tras años durante los que prácticamente los únicos referentes de cine lésbico español eran A mi madre le gustan las mujeres (Inés París, 2001) y Habitación en Roma (Julio Medem, 2010), es realmente digno de celebración que, en tan solo unos meses, tres obras harto interesantes hayan pasado por la cartelera. De la primera, Los objetos amorosos (Adrián Silvestre, 2016) [crítica], ya os hablé hace unos meses, pero de Tierra firme no tuve ocasión de hacerlo a su breve paso por las salas, con lo que aprovecho el estreno de Carmen y Lola, única representación española importante del pasado Festival de Cannes, para hacerlo. En ambas encontramos, además, los dos extremos de la homosexualidad española.
Carmen y Lola (2018) es la primera película de Arantxa Echevarria, y eso se nota para bien y para mal. Empezando por lo negativo, por dejarlo atrás, la obra peca de obviedad y reiteración por momentos y las interpretaciones presentan altibajos importantes, alternándose así momentos de gran naturalidad y potencia con otros ante los que es inevitable sonrojarse. Sin embargo, los puntos positivos compensan con creces todo ello, empezando por un tema de gran interés y originalidad que el cine español ha marginado por completo: la homosexualidad entre la comunidad gitana. Por sí solos, los gitanos apenas gozan de presencia en nuestro cine, por no hablar de representación justa, honesta, valiente y respetuosa, que es a lo que aspira (con bastante éxito) esta ópera prima. El lesbianismo, como ya se ha dicho, es casi un ridículo tabú en la cinematografía española, pero dentro de la cultura gitana tan sólo lo ha explorado, por encima, la serie Vis a vis [crítica], iniciada en 2015, con lo que la importancia de Carmen y Lola es innegable. Esta película, como cabe imaginar, retrata el amor entre dos jóvenes gitanas: la alegre Carmen (Rosi Rodriguez), deseosa de casarse y montar una buena peluquería «como buena gitana» y la más introvertida Lola (Zaira Morales), toda una «oveja negra» decidida a convertirse en profesora para poder valerse por sí misma. Mientras retrata con ojo crítico pero compasivo a la conservadora (e innegablemente machista) sociedad que las rodea, la cinta plasma su inocente enamoramiento en un mundo donde soñar se paga caro.
En la otra cara de la moneda, Tierra firme (Anchor and Hope, 2017) muestra el lado más bohemio y liberal de la juventud española, empezando por su ambientación (los canales de Londres), siguiendo por su mezcla de idiomas (español, inglés y catalán) y desembocando, claro está, en el hecho de que la homofobia no está presente en absoluto, radicando el conflicto de las protagonistas (Oona Chaplin —cuya madre, Geraldine Chaplin, cuenta con un papel secundario— y Natalia Tena, ambas españolas pero conocidas internacionalmente por la serie Juego de Tronos) en una cuestión que afecta también (aunque de manera distinta por evidentes cuestiones biológicas) a las parejas heterosexuales: que una quiere ser madre y la otra, no. Para liar la perdiz, un hombre (David Verdaguer, receptor del último Goya a mejor actor de reparto, aunque no por esta cinta, sino por el Verano 1993 de Carla Simón) entra en la ecuación, despertando risas, enfados y debates a partes iguales. Tras la superior 10.000 km (2014), donde ya trabajó con Tena y Verdaguer (ganando el Goya a mejor dirección novel por ello), Carlos Marqués-Marcet (que firma el agridulce guion junto a Jules Nurrish) vuelve a ofrecer un retrato valiente y sincero de los nada nimios conflictos que aterran a la juventud contemporánea, avalado en esta ocasión por la belleza poética de esos canales donde sólo puede irse hacia adelante, pero lastrado parcialmente por un estilo que, quizá por demasiado «hípster», roza una artificiosidad que contrasta con las poderosas verdades que alberga.
Tierra firme estuvo en la Sección Oficial de Sevilla y pasó bastante desapercibida en cartelera, destino que, lamentablemente, parece aguardar también a Carmen y Lola pese al aval de la Quincena de Realizadores de Cannes. Sin ser en absoluto perfectas, ambas merecen nuestra atención y nuestro tiempo. Los dos mundos que retratan, ambos al filo de la irrealidad, harían bien en conversar entre ellos.