El amor (gay) y la muerte: crítica de «Vivir deprisa, amar despacio» y entrevista a Christophe Honoré
Dice Christophe Honoré que la reciente proliferación de obras audiovisuales en torno a los albores del sida se debe a que quienes los vivieron han alcanzado ya la edad suficiente para reflexionar al respecto. Se trata de un periodo terrible y tristemente clave de la realidad gay, una pesadilla que todos queremos dejar atrás pero no podemos ni debemos olvidar, fuéramos o no testigos de ella. Honrar a quienes perdió a manos del aterrador virus parece la meta principal del realizador galo en su recién estrenada Vivir deprisa, amar despacio (Plaire, aimer et courir vite, 2018), que tuvo la mala suerte de estrenarse en Cannes un año después que 120 pulsaciones por minuto (2017) [crítica], generando «comparaciones odiosas» pese a que ambas películas son muy diferentes.
Los enamorados de Vivir deprisa, amar despacio son el Pierre Deladonchamps de El desconocido del lago (2013) [crítica] y el Vincent Lacoste de Eden (2014), que compartieron la mejor interpretación masculina del Festival de Sevilla pese a ser poco después marginados en su propio país por los Premios César (particularmente cegatos ante el cine LGTB). Separados por década y media de vida, ambos están sublimes: atractivos y muy carismáticos, pero plenamente naturales, de forma que los diálogos de Honoré, aunque harto cultos, se antojan siempre fluidos. El primero es Jacques, un escritor al que el sida depara poco tiempo que encuentra consuelo en amoríos jóvenes a los que se entrega con más pasión de la que puede recibir, consiguiendo a cambio algo más importante: una brisa de juventud y por tanto de vida. El último de estos es Arthur, quien, pese a su espíritu risueño y alocado, sí parece corresponderle en la misma medida. Esto también es una novedad para este, que siempre ha tenido relaciones sexuales con hombres y mujeres por igual pese a enamorarse tan sólo de ellas, visión prejuiciosa pero no atípica de la bisexualidad. Arthur y Jacques se conocen por azar en una sala de cine y se entregan a una relación marcada, como toda la película, por la terrible enfermedad, la cual se presenta sin embargo sin aspavientos, incluso con humor, con excepción de una desgarradora escena de miedo a la muerte e incapacidad sexual que marca el principio del fin. El sexo, por cierto, está muy presente pero nunca con fogosidad y a menudo fuera de campo, convirtiéndose en un elemento narrativo en el que residen la muerte y su antídoto, que no es otro que el amor.
Envuelta en una melancolía resaltada por la cuidada selección de temas musicales y la estilosa predominancia del color azul, la cinta ofrece romanticismo a raudales en el marco de un contexto cuyos protagonistas temen enamorarse por razones que abarcan desde la homofobia imperante hasta el clásico miedo al compromiso, pasando, claro está, por la terrible enfermedad que acecha en cada esquina, destrozando alegrías, sueños y futuros. Además, hay baile, no tanto con música, que también, sino en la cadencia de los movimientos de los personajes, que dicen a menudo tanto con el cuerpo como con la voz. Que un aroma agonizante envuelve Vivir deprisa, amar despacio es innegable, pero Honoré logra ser respetuoso y desgarrador sin dejar nunca de lado la esperanza, la cual enfatiza con bienvenidas dosis de humor y luminosos toques de ternura. Al final, aunque las lágrimas están garantizadas, lo que perdura no es el miedo a la muerte, sino el amor por la vida.
A continuación os dejo un extracto de mi entrevista a Christophe Honoré, director de Vivir deprisa, amar despacio, la cual realicé en persona en el Festival de Sevilla:
Todas tus películas son muy personales, pero Vivir deprisa, amar despacio parece serlo especialmente… ¿Es así? ¿Cómo te sientes al exponerte de esa manera?
Sí, es una película cuyo guion parte de mis propios recuerdos durante los 80. Realmente, haga una cinta policiaca o una comedia, siempre he seguida una tradición muy autoral, con lo que mis propios sentimientos siempre han quedado plasmados de todos modos, pero en este caso he trabajado desde la primera persona más que nunca. Tengo la sensación de haber puesto mucho de mí, de dos etapas de mi vida, en los dos protagonistas.
Los 80, la época del sida, una enfermedad que sin duda te marcaría…
Es muy duro empezar tu vida, con 20 años, y tener que aceptar que tu vida amorosa y sexual gira en torno a una enfermedad tan horrible. Ser gay en aquella época conllevaba una especie de terror; porque sabías que eras parte del llamado “grupo de riesgo”. Todo el mundo estaba escandalizado, y sentía que aquello era una injusticia. Tengo un recuerdo muy vivo de esos años, de ese matrimonio forzado entre el amor y la muerte que marcó nuestra generación.
Justo últimamente han surgido bastantes películas francesas sobre este tema…: Los testigos (2006), de André Téchiné; Theo y Hugo: París 5:59 (2015), de Olivier Ducastel y Jacques Martineau, o 120 pulsaciones por minuto (2017), de Robin Campillo, por citar las más relevantes. ¿A qué crees que se debe este auge?
Creo que se debe sencillamente a que los cineastas que vivimos nuestra juventud en los 80 hemos alcanzado ahora los 50, con lo que hemos tenido tiempo suficiente para asimilar aquella época y ahora sentimos la necesidad de tomar la palabra. Haber sobrevivido a una epidemia te hace sentir privilegiado y de alguna forma te insta a expresarte.
Hablas de “tomar la palabra”, ¿lo ves como una responsabilidad?
Sí, siento una especie de deber memorial. Es una época que no debe caer en el olvido, con lo que el papel de la transmisión de recuerdos e información es muy importante. También creo que expresarse es una forma de lidiar con un sentimiento verdaderamente inconsolable.
Al tratar un tema tan delicado, es fácil caer en el tópico. Muchos lo han hecho, de hecho. ¿Cómo lo evitas tú?
La sinceridad es clave. Me limité a filmar escenas o situaciones que yo he vivido: no construí ninguna de la nada con afán de lanzar un mensaje, que es la forma más fácil de caer en el tópico. No he creado personajes heroicos; apenas hay siquiera activismo sino quizá incluso cierto egoísmo. De alguna forma, los 80 constituyen la edad de oro de la homosexualidad: el sida dio fuerza al colectivo y fomentó la unión y la compasión. Pero lo cierto es que esta enfermedad también creó muchas distancias entre los homosexuales. Al menos, ese es mi recuerdo.
En Vivir deprisa, amar despacio el sexo está presente de manera sutil, de forma que las escenas se abordan casi siempre antes o después de las relaciones sexuales, a diferencia de muchas películas protagonizadas por homosexuales…
Yo mismo tengo películas con escenas sexuales muy explícitas, como Mi madre (2004), pero esa no me parecía la forma adecuada de contar esta historia. En esta película opté por generar ternura en torno a los personajes. La cuestión sexual no se evita, al contrario: Jacques, el protagonista, tiene sida pero siente deseo y es deseado, es un seductor. Y precisamente por eso es tan dura la escena sexual de Ámsterdam, porque de pronto sentimos cuán próximo está ya Jacques de la muerte. Por su intensidad, fue una de las escenas más difíciles de filmar.
Jacques, a quien encarna Pierre Deladonchamps, dice en un momento que la nueva generación es más guapa que la suya, haciendo referencia a las diferencias entre ambas; ¿así ves el contraste entre unos y otros?
Esa frase es de hecho una reflexión anacrónica que podría estar diciendo yo ahora mismo. La coquetería también está relacionada con convertirse en un objeto de placer. Creo que cada generación es más consciente de su belleza que la anterior; y, por tanto, también más consciente de su poder de seducción, el cual es cada vez más importante en la sociedad.