Las profundidades del amor: crítica de «Retrato de una mujer en llamas» y entrevista a Céline Sciamma
Céline Sciamma, mujer y lesbiana, se considera una cineasta avant garde sencillamente por ser lo que es: una mujer, concretamente una mujer lesbiana, en un mundo todavía patriarcal y heteronormativo donde una película hecha por y sobre mujeres sigue siendo la excepción a la regla. Sus cuatro películas hasta la fecha, todas excelentes, son genuinas miradas tanto al universo femenino como a la realidad LGTB y la última de ellas, Retrato de una mujer en llamas, acaba de llegar a la cartelera con la difícil tarea de luchar contra obras que precisamente por ser más convencionales lo tendrán mucho más fácil para llegar a un público de gustos aún conservadores. Confiando en que no dejéis de verla, hoy me dedico enteramente a una de las películas más importantes del año.
Con Retrato de una mujer en llamas (Portrait de la jeune fille en feu, 2019), la francesa Céline Sciamma se confirma como una de las realizadoras más interesantes del momento: en Lirios de agua (2007) retrató el despertar sexual de dos chicas adolescentes; en Tomboy (2011) ofreció uno de los retratos de la transexualidad infantil más importantes jamás creados; en Girlhood (2014), su único trabajo no LGTB hasta la fecha, ofreció un valiente retrato de una adolescente negra y dio al «Diamonds» de Rihanna el mejor uso imaginable, y aquí cuenta una hermosa historia de amor prohibido, pictóricamente escenificada a través de una puesta en escena prodigiosa que se hizo icónica antes incluso de que viéramos la obra. En un atmosférico rincón de la costa francesa, allá por 1770, Héloïse (Noémie Merlant) debe pintar el retrato de bodas de Marianne (Adèle Haenel), pero ¿cómo y por qué hacerlo cuando realmente son ellas quienes se están enamorando? A través de unos juegos de miradas casi tan deliciosas como los parajes naturales que las envuelven, al tiempo símbolo de libertad y confinación, de esperanza y sacrificio, nos adentramos en las profundidades del amor romántico, el cual se antoja sugerente y vital pero también inexorablemente doloroso.
Impregnada de filosofía y poesía, esta obra de arte se hizo con el insuficiente pero muy merecido reconocimiento a mejor guion en Cannes, donde muchos críticos la destacaron por encima incluso de la receptora de la Palma de Oro, la también brillante Parásitos, de Bong Joon-ho. Por desgracia, su pausado ritmo, su delicado clasicismo y su arriesgada temática se lo pondrán difícil en cartelera, con lo que confío en que, entre todos, podamos darle el empujón que merece.
A continuación os dejo con mi interesantísima entrevista a Céline Sciamma, directora de Retrato de una mujer en llamas, con quien he hablado de qué supone ser mujer y lesbiana en el mundo del cine.
Antes de nada, me gustaría compartir contigo mi experiencia durante el visionado de Retrato de una mujer en llamas en el preestreno en Madrid: al final de la proyección, escuché a un hombre indignado porque, y cito textualmente, “hoy en día hay maricones en todas las películas”, comentario que no sólo no es cierto en absoluto sino que además es puramente homófobo, lo cual decidí hacerle saber para su suma cólera. ¿Qué genera en ti este tipo de experiencia y cuál es tu visión de la representación cinematográfica?
Nunca dejo de sorprenderme por lo mal que ha estado siempre la gente en el cine y lo mal que llevan algunos el hecho de que, por primera vez, el cine no trata sobre ellos. He pasado mi vida amando películas que me odiaban a mí, como mujer y como lesbiana; las lesbianas hemos sido prácticamente inexistentes, pero hay mujeres en todas las películas y sin embargo apenas hay realmente mujeres en las películas: son, somos, sólo objetos. Y yo, aun así, amo el cine, pero me alegra ver que por fin existe la oportunidad de contar y ver otras experiencias. En esta película, por ejemplo, no hay hombres y se tratan temas todavía muy raros. ¿Y qué hacen determinados espectadores con esto? Nada. Absolutamente nada, lo que dice mucho de lo pobre que se vuelve tu imaginación cuando te acostumbras a estar siempre en el centro. Me dan pena esos espectadores, esos hombres en el fondo incapaces de creer en el poder de la ficción y el cine, y estoy feliz de no estar en esa posición: es una vida difícil, sí, pero mucho más interesante.
Tus películas son eminentemente sobre mujeres, con la excepción del nada convencional personaje trans de Tomboy (2011); apenas hay personajes masculinos siquiera en roles secundarios. ¿Es esto algo que haces de forma premeditada?
Simplemente soy afortunada de que lo que me interesa sea algo nuevo. No hago cine de forma cínica, no soy una oportunista y nunca dedicaré una película a algo que no me interese. No intento pertenecer a la historia del cine, ya que de todos modos soy mujer y por tanto no pertenezco a ella, lo que me permite sentir pasión por lo que hago. No soy la única, de todos modos: muchos directores hacen películas meramente sobre lo que los apasiona. La mayoría de los hombres están apasionados por los hombres y por eso hacen cine sobre ellos; yo siento pasión por las mujeres y busco hablar de mis sentimientos, mis experiencias; estoy feliz de vivir un momento donde puedo expresarme: tengo el privilegio de realizar viajes que conciernen a la mitad de la población. Es curioso porque una película hecha por, para y sobre mujeres sigue siendo avant garde, no sólo porque es rara sino porque siempre inventa algo. Cuando Virginia Woolf empezó a escribir a principios del siglo pasado no fue sólo una voz femenina más en la literatura, fue una revolución para la literatura, cuando Chantal Akerman dirigió Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1975) tenía sólo 25 años y fue una revolución y la inspiración de muchos realizadores posteriores. Ambas se suicidaron, quizá porque, aunque su posición, como la mía, fomenta ser creativo, arriesgado, subversivo, también tiene un precio.
Has tenido que amar el cine pese a sentir que de alguna forma el cine te odia, ¿cómo te sientes al saberte influenciada por ese cine? ¿Buscas quizá inspiración en los pocos realizadores ajenos a eso: mujeres, homosexuales…?
Todos somos el producto de la mirada masculina; yo también, pero tenemos la oportunidad de deconstruir eso. No es por ser mujer que mi cine presenta una mirada femenina: muchas mujeres presentan mirada masculina en sus películas, y eso es bueno: no por ser hombre tienes que dejarte llevar por mirada masculina. Todo esto es básicamente una oportunidad de ser más inteligente, más político, más consciente; pero antes hay que despertar y para eso tienen que despertarte, lo que puede ser doloroso: tienes que reaccionar: ser consciente de qué está pasando. Tenemos la oportunidad de ser híbridos, lo que es bueno: podemos dialogar entre ambos mundos porque conocemos los dos, conocemos más y podemos ir más allá. Para ser sincera, fui muy cinéfila hasta los treinta pero desde que hago cine lo soy menos porque no quiero que afecte lo que hago; en el pasado solía inventar referencias porque pensaba que, si no, mi cine no estaría legitimado, pero ahora, especialmente en el proceso de hacer una película, evito ver las películas de otros.
Debutaste con Lirios de agua (2007), donde nos presentaste a Adèle Haenel por primera vez. Doce años después, volvéis a colaborar, ya como dos profesionales experimentadas. ¿Cómo habéis vivido este cambio?
Contar con Adèle fue parte del proyecto desde el principio: la película fue construida en torno a esa idea y el personaje se creó pensando en ella. De todos modos, en estos doce años no hemos dejado de conversar sobre el cine, interviniendo además respectivamente en casi todo lo que ambas hemos hecho. El cine es un arte colectivo y nosotras nunca hemos dejado de colaborar. De alguna forma, esta película es nuestra forma de compartir con los demás ese diálogo que hasta ahora era sólo nuestro.
En Retrato de una mujer en llamas trabajas por primera vez con actores profesionales, has cambiado de directora de fotografía… Parece un trabajo de madurez, ¿lo sientes así?
Absolutamente; esta vez quería hablar de mujeres maduras, crear una película sobre una vida vivida al máximo. Cambiar de director de fotografía fue muy importante, llevaba tiempo queriendo trabajar con Claire Mathon y sentía que este era el filme adecuado. Yo quería conocer gente nueva, de ahí también la elección de Noémie Merlant como la protagonista. Era muy importante que estas dos mujeres llegaran a la audiencia, que su relación se antojara real. Creo que gran parte del éxito de Titanic (James Cameron, 1997) se debe a que Leonardo DiCaprio era joven, desconocido y poco masculino: no había dinámica de poder y dominación entre él y Kate Winslet, cuyo personaje de hecho se emancipa con el final de la película en todos los aspectos. Yo buscaba hacer algo parecido.
Quien no ha cambiado es el colaborador musical, Para One, que te ha acompañado en todas tus películas, a destacar Girlhood (2014)…
Es cierto, siempre trabajo con él: dos de mis películas no tienen música original como tal, solo una canción, pero siempre mantenemos ricas conversaciones sobre música que influyen en todo el resultado más allá de la partitura. Tengo la suerte de ser muy buena amiga de Para One y poder escuchar lo que crea antes que nadie. La canción de Tomboy se la escuché antes que nadie y decidí quedármela. Para Retrato de una mujer en llamas, sin embargo, le pedí expresamente que compusiera la pieza que necesitaba. Aparentemente no es lo que suele hacer Para One, pero yo quería ese sentido trans, un tempo alto, casi un himno tecno para el siglo XVIII, sin instrumentos, con coro, algo climático. Y él tiene una gran cultura de música clásica que le permitió, en sólo dos días, tenerla lista. Colaboró, eso sí, con Arthur Simonini, que sabe cómo componer para coro, algo que no es fácil. Fue muy fácil y divertido. El cine es muy divertido.
Hay un fotograma de Retrato de una mujer en llamas, con Haenel de espaldas, mirando al mar, que se hizo icónico antes incluso de que la mayoría viéramos la película. ¿Eras consciente de su importancia al crearlo?
Sí, mucho. Rodamos todos los exteriores primero y luego nos encerramos en el castillo, lejos de las localizaciones de la playa. Estas son muy emocionales y yo sabía que tenían que ser icónicas. Para empezar con ellas hubo que ser valiente, porque hay que poner el nivel apropiado de sentimentalismo; yo soñé mucho tiempo con ese fotograma, esa posición, ese vestido… La gente se da cuenta de que haces una película para crear ese tipo de imágenes, el tipo de imágenes que marca toda la esencia de una película.
Esta es también tu primera película de época, lo que supone abordar el diseño de producción y el vestuario de una forma muy diferente, ¿cómo te sentiste, fue divertido pero también aterrador?
En realidad ha sido muy similar a mis anteriores proyectos: aunque no lo parece, la mayoría de los decorados de todas mis películas fueron construidos, incluso siendo meras habitaciones de adolescentes; el cine siempre es una reconstrucción y hay un gran nivel de intervención. En esta ocasión la diferencia radicaba en que, en vez de ir de compras, creabas todo de la nada, lo que permitía ser más exacto y, de alguna manera volvía todo más fácil: das vida al vestido que está en tu mente en lugar de tener que buscarlo durante días. De todos modos, mantuvimos el gasto de producción al mínimo, no porque no tuviéramos forma de conseguir más dinero, sino porque no lo necesitábamos. Encontrarme al mando de una película con un presupuesto descomunal sí me asustaría, pero esto fue muy divertido. De hecho, creo que es el rodaje donde me he sentido más feliz. Lo único difícil es creer en tu proyecto todo el tiempo, pase lo que pase: ves todo a través del visor durante días, desfragmentado, y tienes que confiar en que se convertirá en la película que esperas; tienes que confiar en la magia del cine. Por suerte, para mí, hasta ahora siempre ha estado ahí.